Había una vez, un anciano Ministro Chino, cansado de las preocupaciones que el Gobierno le exigía. Por las mañanas, cuando se miraba al espejo, entendía que no le quedaban muchos años por vivir, pues se veía cada vez más arrugado. Los hombros le pesaban e iba encorbándose.
Un día decidió dejar todo y marcharse a las montañas.
En el camino, se detuvo a descansar y se sentó sobre una enorme piedra a beber agua, pues hacía mucho calor.
Al tragar el segundo sorbo, escuchó una vocecita que le decía : ¡ Por favor... dame un poco de tu agua !!. El anciano chino miró hacia todas partes pero no vió a nadie y creyó que había enloquecido a causa del sol. Se mojó la cabeza para refrescarse y de nuevo escuchó la voz: ¡ Por favor buen hombre, deme un poco de agua!!. Con miedo comprobó que la voz salía de algún lugar muy cerca suyo e inclinándose vió un arbolito creciendo en un hueco de la piedra. Tenía el aspecto de viejo, con sus ramas retorcidas, la corteza rugosa y el tronco girado sobre sí mismo, pero se alzaba solo unos centímetros del suelo.
¡Pobrecillo! dijo para sí mismo y mojó abundantemente al pequeño árbol.
Durante mucho tiempo estuvo observándolo y sin saber si el árbol le hablaba, o eran sus propios pensamientos, entendió que no hacen falta muchas riquezas para vivir, que la belleza no proviene del lujo, que el verdadero valor está en seguir adelante, aún cuando todo parece perdido.
El anciano pasó alli, junto al árbol, todo el día y toda la noche y se hubiese quedado toda la vida, porque estaba aprendiendo cosas muy valiosas y que ningún sabio había podido hacerle entender. Sin embargo debía partir y para no perder a su "amigo", lo quitó con cuidado de entre las piedras y haciendo unos agujeros para que saliera el agua, lo plantó en su cazuela de comer arroz.
Colocado allí resultaba magnífico, tanto que a su paso por todos los pueblos, los hombres ricos querían comprárselo y los pobres le imploraban que les dejara mirarlo solo un instante. De ninguna manera lo hubiese vendido... era su compañero y su maestro.
De él aprendió a comer menos, solo lo necesario. A vestirse de manera sencilla y a no cargar más de lo imprescindible. Descubrió que un ser humano no es más que un árbol, diferente, pero que los dos merecen el mismo respeto.
Pasó el tiempo y la fama del anciano creció en toda China. Se decía de él que era un mago con poderes para empequeñecer cualquier cosa que se le presentase. De alguna manera era cierto, ya que amaba tanto a aquel árbol y a todos los árboles, que procuró rodearse de todos los que encontró entre las piedras de la montaña.
Pronto tuvo un enorme jardín de bellos árboles en miniatura. Construyó pequeños puentes que cruzaban diminutos ríos y modeló figuras en arcilla de gente pescando o descansando.
Una mañana el anciano despertó y fué a labarse la cara al lago junto a su casa. Al inclinarse observó su imagen reflejada en el agua y con sorpresa comprendió que no solo no había envejecido más, sino que su rostro parecía más joven, con menos arrugas, tranquilo y sereno.
Los árboles le habían devuelto sus cuidados. Ellos eran los verdaderos magos.
Esta historia, es tan solo un cuento, pero bien puede haber sido cierta, puesto que los orígenes del Bonsai se pierden en el tiempo y miles de anecdotas tratan de explicar cómo comenzó este bello arte.